jueves, diciembre 23, 2004

por fin un primer capítulo convincente

I.- Uno

Es otoño en Lima. La gente ha dejado de pensar un poco en el verano. Junto a mí, Porongo sorbe otro poco de su cigarrillo, se relaja y deja correr el humo. Deja pasar tras de sí las horas muertas y negras que vivió cuando el atardecer que se veía desde las ventanas de su casa en la Molina parecieron Palms Spings con nubes rojizas y palmeras. Con piscina.
Pero ahora él piensa en otra cosa y sostiene su cámara portátil (supongo que será lo último que se compró, tras la buena venta del peso de su aceite de hashís) y filma, hace travelings. Excelentes tomas de traseros y sudorosos senos que se baten y tantean entre los cuerpos todavía bronceados de las chicas, en permanentes blue jeans ajustados.
- ¿Qué te parece, Caneto?
- Excelente. Excelente...
Porongo sorbe otra vez su cigarrillo y luego lo bota.
- ¿Secaste tu hierba?
- Aún no.
- Pues deberías.
Una chica casi imperceptible desde donde estamos Porongo y yo es filmada con un zoom de verdad potente, mientras conversa con alguien que parece ser un profesor o algo por el estilo. Porongo suelta una pequeña risa. De pronto el atardecer nos sorprende con nubes moradas, y a cada minuto estamos más lejos de la realidad y se hace de noche.
Porongo usa en su cámara portátil un modo nocturno mediante el cual todo lo que filma se ve verde e intenta hacer un juego de imágenes entre los ojos del profesor y las estupendas tetas de una chica (que creo que se llama Dianita Calibre 38 o algo por el estilo) y en los ojos de Porongo veo una expresión que por algún motivo hace que me vea a mí mismo en su mirada, y en su peinado, que es una mezcla entre corte militar y un punk extraño, pero eso no es nada del otro mundo, y Porongo prende otro cigarrillo.
Es otoño en Lima.
- Mierda, esta porquería no funciona.
Porongo pide mi encendedor un segundo y yo se lo alcanzo. Deja a un lado la cámara y se dedica a fumar.

Sentado en la banca de un parque que no conozco bien cerca a donde solía pasear con Melisa este verano, pienso como un loco y fumo mucha marihuana verde que no puedo sorber porque está húmeda y no me sirve para nada. Anoche me la pasé bebiendo y fumando como un degenerado, no me acuerdo bien si llegué a mi casa con el pan en la mano o si alguien llegó antes que yo con el pan, o como fue. La cosa es que el recuerdo más cercano que tengo es el de mi propia imagen circunspecta sentado en la mesa por la mañana, tomando café puro hasta que la bolsa de pan desapareció, y mi perro Pincky se asustó tanto que me preguntó que por qué dormía en el piso o quizá solo me miró extrañado cerca de las dos horas que pasaron hasta que me desperté y pude arrastrarme a mi habitación en el tercer piso donde pernocté cerca de diez horas. Luego pude volver en mí, y sin ducharme ni nada, salí a caminar por las callejuelas locas de Surco un poco alejado de mi hogar (si uno toma en cuenta que lo único que hice fue caminar y caminar) y por alguna extraña razón me pongo triste al pensar en la noche que pasé. Y pienso en Melisa como en aquellos patos chinos del Brasil (tan enamoradizos) que no pueden ni volar, ni escribir, ni nada. Luego recuerdo la reunión de anoche, las caras tapiadas de aquellas chicas de minifaldas cortas y piernas apetecibles. En el olor fétido del baño y la cerveza, en el dolor de mi abdomen mientras sorbía (y cada sorbo es un vaso más) y bebía, y también fumaba, y conversaba un poco con la gente de cosas incoherentes, y vestía una camisa negra y un pantalón negro y mis zapatillas eran por igual negras.
Mientras el gordo Manuel sonríe (es una sonrisa espantosa) diciéndome que lo acompañe al baño, que en el bolsillo de su casaca de cuero tiene un poco de mármol blanco, que en verdad es una buena y enorme papelina llena de coca brillante. Y luego, Porongo, sentado en un sillón de la sala le cuenta a un amigo suyo la fructífera venta de todo su aceite de hashís durante el verano pasado, mientras beben y miran por la ventana algo fuera de mi alcance visual. Entonces yo -okey- un poco tentado, pero no menos deprimido (por lo general, cuando inhalo, me vienen esas terribles bajonas y uno se queda sin ganas de levantarse temprano por la mañana)... Finalmente, termino encerrado en el baño con el gordo Manuel:
- ¡Ñac! ¡Ñac! Está muy buena, huevón.
- ...Sí, de veras.
Manuel lame el papel manteca, absolutamente loco, con aquellos ojos que eran un par de espirales que no dejaban de dar vueltas en derredor suyo.
- Vamos, párchame un poco más gordo.
El gordo Manuel sostiene sus lentes, mira a ambos lados (como si alguien pudiera infiltrarse entre las paredes o entre las rejillas de las lunas tapadas) hace una mueca espantosa y saca del bolsillo más pequeño y más escondido de su casaca de cuero marrón otra papelina, exactamente igual a la anterior.
- Vamos, gordo. Que sea una montañita para detener el tiempo...
El gordo lanza una carcajada. Echa en la parte posterior de mi mano una montañita blanca de cocaína.
- ¡Uhg!
- Muy bueno, de verdad tío.
Creo que fue entonces cuando empecé a dejar de sentir los dientes y la cara. Estallé de risa.
Empezó a sonar algo que era una especie de cumbia que ya nadie bailaba. El gordo Manuel y yo nos miramos y entramos a la sala (afuera, en el jardín, algunos cuantos estúpidos sujetos bailaban con algunas cuantas chicas de minifaldas raídas, y nadie allí se había metido cocaína en el baño, solo el gordo Manuel y yo) donde Porongo y su amigo, de cabeza rapada y extraños ademanes al hablar, contaban historias de drogas y miraban por la cámara portátil una colección fundamental de culos y sudorosas tetas.
- ...Entonces ¡fuuuaaaaaa! la habitación se iluminó. -Porongo rió. El tipo pelado, que contaba la historia, esbozó una agradable sonrisa.- Uno miraba ese pacazo y pensaba: “oh Dios mío... por qué tanto...”.
El tipo pelado, de cara extraña, sonrió.
- ¿Era una mimosa?... -preguntó Porongo.
El Pelado hizo un sonido extraño:
- ¡Pfffvhgfarsjnh!
Porongo me miró sonriendo:
- Puta yo me acuerdo de esas épocas, huevón...
Me sorbí la nariz. Sentí el sabor de aquella potente cocaína en mis fosas nasales y en mi esófago.
- Sí, huevón -repitió Porongo, riéndose- venía la menstruación.
Intenté imaginar aquello.
- ¿A qué te refieres? -preguntó alguien.
Porongo rió.
- Ya sabes, a la mimosa... le caía sangre. Como a cualquier otra mimosa ¿no?
- Ahhh, me lo imagino -respondió alguien.
Un tío muy llamativo, de asqueroso acento español, viene y me dice:
- Es una mierda.
Y yo le digo:
- ¿Pero por qué, hermano?...
Y él me dice:
- Coño, necesito un porro.
Y cuando estamos en la puerta de la reunión, cuando estamos prendiendo ese canuto enorme que traigo entre las manos, el tipo que en realidad es un español horrible y tiene Cara de Pescado, me dice:
- ¡Joder! Debí meterle la mano más fuerte, huevón.
- ¡A quién!
- A ella pues, tío.
Pero ella no está por ningún lado y yo no sé a quién carajo se refiere, hasta que me explica que es una tía que estudia en la facultad pero que no está en nuestro salón (y me pregunto por qué Cabeza de Pescado dice que está en mi salón) y luego, dice que la chica a la que él le ha metido la mano estaba ebria, pero no lo suficiente ebria, y que ella vino y le metió un lapo y todo el mundo lo vio. Y luego me dice que esta misma chica ahora se encerró en una habitación con este tío tan gordo y tan pesado que estaba conversando conmigo. Finalmente, Cabeza de Pescado dice que todo el tiempo ha sido así y que debió meterle más adentro la mano, que su minifalda veraniega estaba bonita y suave.
Le da una enorme calada a mi canuto tosiendo, y despidiendo un montón de humo por la boca.
- No sé qué hacer, coño.
- Relájate, tío -le aconsejo.
Cuando regresamos a la sala, Cabeza de Pescado y yo estamos muy volados y continuamos bebiendo. Luego Porongo y su amigo nos enseñan algunas tomas que han logrado captar con su fabulosa cámara portátil Sonny, y todos se ríen. El audio está encendido y por momentos escucho mi propia voz gravada, y es todo tan espantoso. Siento una profunda acidez en mi estómago y luego veo el trasero de Melisa gravado y le empiezo a prestar atención a todo. Porongo ríe como nunca lo he visto reírse antes, y cuando se saca los anteojos de sol sus ojos están inyectados de sangre, y pienso que ha estado fumando hashís con su pipa todo este tiempo.
En las imágenes de la cámara veo un sinnúmero de tetas y de acercamientos estremecedores. Veo con cuidado las piernas de Melisa y reconozco el vestido que lleva puesto. Es uno de aquellos vestidos que a mí me gustaban tanto, que llevó un par de veces a la playa cuando nos fuimos al sur el verano pasado.
Es otoño en Lima.
Ahora vuelvo a intentar prender este canuto pero no puedo y es un domingo terrible que no quisiera haber vivido jamás. Y espero a que se haga de noche, mientras no leo las notas periodísticas que tengo que leer para la Universidad. Y aunque no lo quiera, pienso un poco en Melisa: en nuestra separación, y en lo demás.
Es otoño del 2002.
Y cuando se ha hecho de noche, se han prendido los faroles amarillos del parque, tengo que ponerme de pié y caminar. Hay un grupo cerca, uno de ellos tiene como mi edad (o quizá un poco más) y luce pinta de escuchar música reggae y fumar mucha marihuana todo el día. Junto a él, hay como unas cuatro personas más, y entre todos prenden una pava, y una chica que por alguna razón hace que me acuerde de Melisa durante el verano pasado, se esconde por entre las bancas del parque y algunos arbustos, le da una pitada a aquel wiro y tose.

Yo quería montar bicicleta a los diez años, y cuando cumplí los once había una esquina cerca a mi casa donde los chicos (algunos un tanto mayores que yo, otros no) se reunían los viernes por la noche a patinar y a montar bicicleta.
La cuestión es que llegó el día cuando mi vieja me preguntó si quería una bicicleta y pretendió comprarme una demasiado grande (con la sorprendente excusa de que me serviría para la posteridad) pero yo entonces me negué rotundamente. Ya no quería una bici, ni tampoco una patineta. Era 1996, y se pusieron de moda los patines.
Entonces en la ciudad de Lima se inauguraron un par de pistas de patinaje en realidad grandes. Pistas circulares, enormes, donde la gente se reunía a patinar, y donde algunas veces me encontré a amigos del colegio en la misma situación que yo.
Recuerdo que una vez me encontré con Careloco.
- ¡Hey! ¡Caneto! -me gritó.
- ¿Qué haces, Alonso?
A Careloco le caía bien su apodo.
- Aquí...
Dimos algunas cuantas vueltas hasta llegar a un enorme agujero cuneiforme junto a unas extrañas plataformas de madera, Careloco dijo:
- Caneto, esto apesta...
Y entonces me prometió llevarme un día a un lugar donde de verdad se montaban patines. No dejé de preguntarme cómo era eso y el me dijo:
- Los patines son un deporte para chicos rudos.
- ¿Rudos como quienes?
- Rudos como nosotros -dijo.
Entonces yo me reí.
El día en que fuimos después de clases a montar patines fue un día terrible de sol, en un parque cerca a los Álamos donde la tarde nos cogió friéndonos en plena calle, y el cielo empezó a quemar, y de las casas salía un aire tupido que más bien parecía humo.
Era un maldito infierno.
- ¿Aquí es donde se practica el verdadero deporte de los patines?
- Aquí es donde te vamos a hacer hombre.
Yo llevaba mis patines en una caja. Era la caja negra donde me los habían venido. Estaban casi nuevos.
- Bueno. Será, pues. Será.
Me puse mis patines y mi casco y mis rodilleras. Cuando me puse de pié parecía más una tonta tortuga ninja y no un chico dispuesto a dar su vida por aprender a hacer piruetas en el aire como cualquier persona normal.
- Chico, más te vale que te quites todo eso -dijo alguien.
- ¿Por qué?
- No va a dejar que te muevas bien.
- ¿Qué quieres decir? ¿Cuánto tengo que moverme? Sólo quiero patinar...
Entonces todos se rieron.
- Caneto, más vale que te quites toda esa porquería.
Los chicos que montaban patines en el parque cerca a los Álamos sabían usar ropa, y la ropa que vestían no parecía nueva sino que la usaban siempre, todos los días, y la ropa que yo llevaba puesta acababa de ponérmela en la casa de Alonso y parecía de estreno, porque nunca la usaba, y me sentía como Ricky Ricón en un mundo terrible.
- Vamos Caneto, haz algo bueno por tu vida de una puta vez.
Yo no sabía nada, con las justas podía patinar. Me saqué todo lo que llevaba encima y lo dejé a un lado. Luego tomé vuelo y corrí. En una rampa de madera improvisada en el parque. Salté. Me mantuve en el aire un microsegundo y caí. Me golpeé fuertemente la mandíbula y todos estallaron de risa. Luego, cuando pude ponerme de pié, me di cuenta de que estaba sangrando y que llevaba aún el casco puesto. Me felicitaron. Es decir, me dieron la mano los chicos, y dijeron, bien, muy bien o buen intento. Entonces me sentí completamente adaptado y seguro de mí mismo.
Pero como era de esperarse yo no era bueno para montar patines y los dejé a un lado una vez que no tuve que llevarlos para hablar con los chicos del parque cerca a los Álamos. Mi afición a los patines terminó un día en que descubrí que era más entretenido fumar cigarrillos que patinar. Me hacía sentir más adulto que los demás. Así que cuando fui a patinar un día les dije:
- Chicos vamos a descansar un rato, ¿qué les parece?
Y desde entonces la gente que se reunía a charlar en el parque cerca a los Álamos lo hicieron con intención de fumar cigarrillos y no de montar, porque así se malogró la juventud a mediados de los noventas. Fumando cigarrillos en el parque que después sería bautizado por alguien como “el fumadero”, y no por mí, ni por los chicos que antes montaban patines, sino por gente que de una mañana a otra bajó de no sé donde a fumar pastel y la cosa quedó ahí. Ninguno de nosotros quiso asomar su cabeza de nuevo por esos lares.
Entonces yo no fui el mejor patinador de Roller Blade en mi época, pero sí fui el primero en fumar cigarrillos de mi generación. Y también fui el primero que le dijo al gordo Manuel que a él le gustaba la Gomi porque todavía el gordo (tan enamoradizo, tan lerdo) no se daba cuenta, y antes de lo imaginado a la Gomi, su novio, ya le daba más vueltas que pollo a la brasa.
Y yo le dije:
- ¿Sabes qué gordo?, lo mejor de ser tú es que no necesitas excusa.
Porque el gordo Manuel era el gordo más hablador de la clase y el más amiguero, y en los ratos libres cuando estábamos en primero o segundo año se secundaria, al terminar las clases, nos íbamos a un pasaje con Careloco o con el Muerto a fumar cigarrillos y ver el atardecer. O sino a ver a los pájaros en alguno de los parques de los alrededores, o sino íbamos a arrojar enormes semillas de árboles a los riachuelos que atravesaban dichos parques, en cualquiera de los tres casos, fumábamos, y nos deshacíamos de las mochilas y planeábamos molestar a alguien durante la clase. Y siempre era cuestión de creatividad. Y nunca era suficiente. Nos sentíamos tan grandes fumando cigarrillos y molestando a los demás...
Luego fue el plan maestro de hacer que el gordo Manuel le envíe cartas que en realidad él ni siquiera escribía, y se las daríamos a un Pelmazo Enorme de otra sección que se llamaba Gustavo Petrovich, o algo por el estilo, para que se las escribiera. Y la cuestión es que no sé quién no tuvo la reserva necesaria y todo se fue al carajo. Y la Gomi (que en realidad ya no recuerdo ni cómo se llama) le dijo que no, que ella tenía novio y que no quería nada con él, y le dijo que estar de novia con alguien en el colegio sería lo más desagradable del mundo. Y ese mismo día el gordo Manuel no vino a fumar con nosotros al parque, y yo juré vengarme para siempre de aquel Pelmazo Enorme, y al parecer la gente ‘chévere’ de la clase me respetaba, y me sentía con tanto poder como para hacer y deshacer.
Así que concerté una pelea entre el gordo Manuel (quien durante dos días no dejó de estar triste y de llorar) y el novio de la Gomi, que en realidad era un rapero de lo peor. Y entonces el gordo me dijo, Caneto, qué has hecho, yo no quiero pelearme con nadie, y yo le dije: gordo, esta es tu oportunidad, ¿qué mejor manera de demostrarle a la Gomi que la quieres?
Y entonces el gordo Manuel dijo:
- ¿Peleándome con su novio?
Y yo le dije:
- Así es, hermano. Mira, cuando veas a ese hijoputa tendido sobre la grama, adolorido... Cuando ella lo vea, te va a querer tanto que no vas a terminar el día virgen. Créeme.
Fue así como una tarde de invierno de 1997 ó 1998 el gordo Manuel y un tal Andy se batieron a muerte en un parque escondido de Miraflores. Nunca olvidaré el peregrinaje, los taxis que tomamos para llegar hasta el lugar y los cigarrillos que fumamos en público. La pelea fue injusta. Andy no peleó. Fue un sujeto, un fulano de tal, llamado Pinche Buey. Y este Pinche Buey ni siquiera se sacó sus anillos con púas durante la pelea, y estos le ocasionaron al gordo Manuel un dolor profundo en sus cejas rotas y en sus mejillas. Y una hemorragia interna que lo tuvo en cama durante varios días. Pero Pinche Buey, si bien tenía anillos, no sabía moverse, no tanto como el gordo Manuel, y al final las patadas más certeras se las dio él (el gordo) y tuvo éxito en su propósito. En vista de lo sucedido, del circo romano que había organizado, me acerqué donde la Gomi (que estaba presente, muy tranquila, mirándolo todo) y le dije:
- ¿En qué piensas?
Y ella me miró.
- ¿Qué pienso de qué?
Y a pesar de que el gordo Manuel pasó dos semanas en cama por ella, la Gomi ni se inmutó ni dijo -¡ah!- ni nada. Simplemente le pareció una pelea entre el extraño amigo de su novio versus su simpático y estúpido amigo del salón. Simplemente eso.
Pero para el pobre gordo Manuel había algo más, y cuando fui a su casa, una tarde, él me dijo:
- Con las justas puedo moverme, quisiera fumar un cigarrillo.
Y yo le dije:
- Vamos, gordo, sabes que no estás en condiciones.
El buen gordo Manuel miró a ambos lado en su habitación, y dijo:
- ¿Qué sucede últimamente en el salón?
Y yo le dije:
- Lo de siempre.
- ¿Ya le pegaste al Pelmazo Enorme ese?
- Lo estoy guardando para fin de año, gordo.
El gordo sonrió, finalmente dijo:
- Me gustaría tanto fumar un cigarrillo.
Entonces en vista de la pena y de que no había nadie alrededor mío, le pasé uno.
- Vaya, es un Lucky.
- Sí.
Le extendí mi mano con un encendedor prendido y el gordo fumó.
- ¿Sabes? Hay algo que quisiera hacer antes de que termine el año.
- ¿Qué cosa?

La Hilacha conseguiría la marihuana.
Entonces se hablaba un poco con el gordo. Un día la Hilacha lo había abordado y le había dicho, en medio del patio durante el último recreo, antes de la salida:
- Así que tú eres el gordo Manuel, que fuma cigarrillos en la salida, en los parque escurridizos de Chacarilla, misma Palms Springs...
Y el gordo, que era más que nada callado y observador, le había dicho, sujetando sus enormes anteojos con lunas photogray:
- Así parece.
Habían hablado un par de veces antes de la pelea, se habían saludado. Cuando la Hilacha escuchaba por su walkman negro grupos como Leuzemia y rock del Agustino, grupos que en nuestro colegio nadie escuchaba (solo él, únicamente la Hilacha) y luego, cuando yo hablé con él aquella tarde, me dijo lo mismo que le había dicho al gordo Manuel aquella vez:
- Con diez soles puedo conseguirles esto.
- ¿Qué cosa?
La Hilacha se encrespó como un gato, miró a ambos lados y susurró:
- Dame el encuentro en el pasaje cerca a la puerta, detrás del muro del edifico más grande.
- Okey.
Esperé un par de minutos y caminé, nos encontramos en el pasaje cerca a la puerta.
- ¿Qué es?
- ¿No hueles?
Me acercó esa especie de moño rojo a la nariz.
- ¿De verdad es marihuana?
- Por supuesto.
La Hilacha me guiñó un ojo. El último recreo antes de la salida estaba a punto de acabar. Noté que a la Hilacha le empezaban a salir pelos en el extremo derecho de su barbilla.
- Y cuánto es, más o menos, lo que me vas a vender por diez soles.
Sacó de uno de sus bolsillos traseros el paco, envuelto en papel periódico, con toda aquella marihuana roja. Lo abrió y me lo enseñó.
- ¿Ves? Es como mierda...
Luego lo cerró.
- Y cuántos cigarros van a salir con eso.
- ¿Cuántos wiros?
- Sí, ¿cuántos?
La Hilacha miró al cielo.
- ¿Algunos de ustedes sabe armar wiros?
- Yo sé. Solía armar cigarros de tabaco cuando era niño...
- Mmmm, entonces piensa que tendrás como para cinco, o seis, o siete canutos gruesos, depende de qué tan bien me vendan. Tú entiendes.
- ¿Y ese paco que traes contigo?
- Es consumo personal.
Sonó el timbre con el que comenzaban las horas de clases.
- Entonces ¿cómo hacemos?
- Dame el dinero ahora, mañana por la mañana iré a comprar.
Nos dirigimos al edificio donde dictaban las clases de Segundo de secundaria.
- ¿Cómo es eso?
- Mañana en la salida, te espero apoyado en el centro del parque donde algunas veces se reúnen esas tías horribles que le dan de comer a las palomas después de ir a misa...
- ¿Y qué más?
- Nada. Tendré tu enorme paco sujeto en mi mano...
La Hilacha llegó temprano ese viernes a la salida. Miró a ambos lados antes de acercarse a nosotros, y esquivó un par de compañeros de otra sección que lo conocían en la puerta del colegio.
- ¿Cómo fue todo?
- Excelente, excelente...
- ¿No nos ibas a esperar en el parque?
- Puta, ¡huevón!. He llegado aquí como a las once de la mañana.... Me cago de hambre.
Miró a su alrededor otra vez. Tenía los ojos rojos y olía a hierva seca. Por sus audífonos negros se escuchaba una canción que era un solo de gritos: ¡Solo quiero un poco de pastel! ¡Al colegio no voy más! y cosas por el estilo. Luego la Hilacha empezó a caminar dando tumbos, saludó a un par de chicas bonitas que pasaban por ahí (se rieron y lo saludaron) la Hilacha era sumamente flaco, casi anémico, y llevaba el pelo largo. Finalmente dijo:
- Préstenme cincuenta céntimos, por favor...
Con lo que se compró un paquete de galletas y dejó de llorar. Caminamos a un parque que nunca he vuelto a ver en mi vida, donde nos sentamos formando un círculo, y la Hilacha sacó el paco y nos lo enseñó. El gordo, que ese día había vuelto al colegió después de dos semanas, exclamó:
- Es como mierda.
- Sí, es verdad, es como mierda -indicó la Hilacha.
- ¿Y qué vamos a hacer con todo esto?
- Nada, lo dividen entre ustedes dos y se lo fuman.
El gordo Manuel y yo nos miramos.
- Los diez soles eran del gordo -dije. Yo solo quiero probar una vez.
Mirando en dirección al cielo estaban aquellos árboles que nos escondían, y después todo era azul. Había en el pasto aquellas flores amarillas que indicaban la llegada del verano, y de repente salió el sol y la Hilacha preparaba un canuto enorme.
- Saben qué, ahora, que en lugar de venir a clases me fui a comprar su paco por mi casa, estaba caminando por allí cuando me encontré a mi prima, Paty, ya saben, ella vive por ahí, y siempre, cada vez que voy a comprar, saca su cabeza por la ventana de su baño y me dice: “¡José! ¡José! ¿Adivina qué?” y yo le digo “¿Qué quieres, Paty?” y ella me dice... ¿saben lo que me dice?
- No, ¿qué cosa?
- Me dice: “Oh, José, estoy tan mojada... me estaba duchando y ahora se ha ido el agua, necesito que me ayudes, ya no me puedo pasar el jabón por la espalda, estoy tan jodida”...
Hubo una pausa enorme.
- ¿En serio? Hermano, eso te dijo tu prima.
- Eso me dijo la bitch de mi prima.
- Asu, ¿y qué hiciste? -le pregunté.
La Hilacha deshacía la hierba roja, la hacía polvo, encima de su cuaderno de geografía bajo el sol de noviembre.
- Nada -dijo, sin dejar de limpiar la hierba, sin dejar de sacarle las pepitas y los diminutos troncos- me metí a la casa y luego subí las escaleras. Efectivamente, la Paty estaba desnuda y mojada. Se había ido el agua caliente y su piel estaba fría. Le pasé el jabón por la espalda, después nos besamos y yo también me quité la ropa.
- No me jodas, huevón.
La Hilacha miró de reojo al gordo Manuel. Volvió a ponerse los anteojos que había dejado encima del pasto.
- En serio, mano.
- ¿Entonces, te has tirado a tu prima?
- ¡A la Paty!
- Ajá.
- No, ¿cómo me la voy a tirar? No soy tan degenerado...
- ¿Entonces?
La Hilacha sacó el papel de fumar. Empezó a armar el wiro.
- Nada pes. Le pasé el jabón, nomás. ¿Entiendes? No me la he tirado...
El gordo Manuel y yo estallamos de risa.
- Bueno, chicos, quiero que sepan que en realidad yo los quiero un montón. Es un honor haber armado este wiro y es un enorme placer fumarlo, con ustedes, por supuesto... -La Hilacha hizo una pausa, el gordo Manuel y yo nos miramos sonriendo. La Hilacha revisó su enorme bolsa incaica, y prosiguió- Sólo quiero saber, si alguno de ustedes tiene un encendedor o algo por el estilo...
El uniforme de los tres estaba sudado. El gordo Manuel y yo sacamos nuestros anteojos de sol y empezamos a fumar. Al principio nada, la hierba era una cosa de mal sabor, muy propensa a hacerme vomitar. Sin embargo la Hilacha fumaba mucho. Fumaba. Y el gordo Manuel terminó por confesarme en determinado momento, con la mirada desviada y los anteojos de sol a la altura de la nariz, que efectivamente él había fumado varias veces, con un amigo, en algunas fiestas que entonces se organizaban en el club regatas. Una mierda de fiesta hawaiana en la playa, o algo por el estilo. E incluso había fumado con el Muerto y con el tío ese, el tarado, Gustavo Pétrovich. Y entonces pensé que yo ya estaba y pretendí estar drogado también. Incluso, empecé a reírme de la nada, pero la Hilacha me dijo que tenía que fumarme otro. Que sino no pasaba nada. Y entonces le dije a el gordo que armara otro porque quería estar igual que la Hilacha: hecho un adicto de mierda.
La Hilacha se reía, se fumó el primer varulo hasta que sus dedos se mancharon de THC amarillento y su boca también. Según él, no había evidencia más grande. Además estaba con los ojos rojos, y chinos como pato. Cada cosa que decía era precedida por una risa narcótica. Naufragamos en un parque donde la Hilacha arma otro varulo y se prolonga una conversación larguísima. Fumamos más marihuana y me siento por primera vez drogado.